El 1 de julio de 2021 se conmemoró el 100º aniversario del surgimiento del Partido Comunista Chino (PCCH). Hoy tiene nada menos que 95 millones de miembros, gobierna un país que representa una quinta parte de la humanidad y aparece como el gran polo de poder emergente del siglo XXI, que abriga en su seno la potencialidad para transformar el sistema mundial dominante en los últimos siglos. Toda una paradoja para un mundo en el que se había proclamado, junto con el fin de la historia, el fin del comunismo.
Bajo un modelo de desarrollo particular que tuvo distintas etapas y hoy se concibe como un “socialismo de mercado”, China en las últimas cuatro décadas sacó a 800 millones de personas de la pobreza, eliminó la pobreza extrema, creció a un promedio de 10% al año y ya cuenta con casi 350 millones de trabajadores urbanos con ingresos medios reales comparables a los europeos. Si a ello lo cruzamos por el tipo de actividad económica que se desarrolla en sus núcleos productivos-tecnológicos-financieros fundamentales, el gigante asiático ya cuenta con una expansiva territorialidad de tipo central de una magnitud equivalente mayor a la de Japón. Ello nos recuerda que las escalas importan, especialmente para los que, sin sonrojarse, comparan por “país” ciertos indicadores, ubicando en la misma bolsa, junto a los grandes estados continentales y polos de poder protagonistas de la actual dinámica multipolar, a economías que no llegan a representar siquiera una ciudad china o estadounidense.
Lo que suele decirse menos en relación al ascenso de China, es que en los 30 primeros años de la revolución (1949-1978) creció un promedio del 6% anual (a pesar del fallido Gran Salto adelante) y mejoró enormemente sus índices en materia de educación y salud de la población, así como en su desarrollo industrial y en sus capacidades militares. Tal es así, que a fines de los 70’ ya aparecía como uno de los 5 principales polos de poder, aunque muy por detrás de Estados Unidos y la propia URSS, cuando Mao inicia una maniobra estratégica para aprovechar la dinámica de la crisis de hegemonía de Estados Unidos, el declive soviético y el proceso de reconfiguración del capitalismo mundial. Sobre esta maniobra y en base al poder nacional reconstruido, vendrán las reformas y modernizaciones de Deng Xiaoping a partir de 1978-79.
La capacidad para combinar planificación estatal, demandas comunitarias y mercado; mixturar modos de producción; centralizar y descentralizar eficazmente procesos económicos y decisiones políticas; adaptar tecnologías y saberes en función de las realidades nacionales; o aprovechar con enorme flexibilidad táctica y perseverancia estratégica ciertos escenarios geopolíticos son algunas de las cuestiones que se resaltan del “modelo chino” y se vinculan a las características del PCCh. Un partido en el que hoy en día hay por lo menos seis o siete líneas internas, cuyas discusiones también se reflejan en las distintas universidades y centros de estudio. Allí uno puede encontrar un seguidor de Hayek y promotor de los regímenes liberales ocupando un alto cargo estatal o un neomaoísta crítico por la profundidad de las reformas de mercado que se establecieron especialmente con Jiang Zemin. A su vez el PCCh gobierna un régimen de partido único, pero que cuenta con el acompañamiento de otros 8 partidos; y combina una fuerte centralización política a nivel nacional y restricción de libertades políticas y civiles propias de los regímenes liberales occidentales, con un importante nivel democratización a nivel comunitario o municipal (inexistente en países como Estados Unidos) tanto en lo político como también en lo productivo mediante empresas de propiedad colectiva y estatal.
Como siempre sucede, el proceso de acumulación económica y desarrollo de las fuerzas productivas necesariamente forma parte de una dinámica de poder que la hace posible; una cosa no puede ser entendida sin la otra, son dos caras de un mismo fenómeno. Y en el centro de esta dinámica de acumulación de poder/riqueza se encuentra, evidentemente, el PCCh.
La revolución nacional y social
La revolución china y el propio surgimiento del PCCH forman parte de un proceso revolucionario que se inicia en 1911-1912 con la caída de la dinastía semicolonial Qing mediante la revolución de Xinhai. Este acontecimiento indica el surgimiento de fuerzas nacionales y antiimperialistas en el territorio más poblado del planeta, que en 1820 representaba un 30% de la producción económica mundial (PIB a paridad de poder adquisitivo) y que a principios del siglo XX se encontraba sumergido en la pobreza, saqueado por las potencias dominantes.
No resulta casual que la revolución de Xinhai se produzca en la misma temporalidad histórica que la revolución mexicana, las transformaciones populares democráticas en América Latina —como el radicalismo yrigoyenista en Argentina y el batllismo en Uruguay— o la revolución rusa que conmocionó al mundo. Se trataba de un tiempo de revoluciones populares, en pleno inicio de una transición hegemónica mundial y en los prolegómenos del período de las grandes guerras. Una de las innovaciones principales del PCCH con el maoísmo sería, justamente, comprender en su tiempo la centralidad de las masas populares, partiendo de la primacía de la práctica.
El líder de la naciente república china en 1912, el nacionalista Sun Yat-sen, definía a su país como una “hipercolonia”: una colonia no formal pero de magnitudes extraordinarias que hacía imposible el dominio directo de las potencias europeas, Estados Unidos y Japón, es decir, de los viejos y nuevos imperialismos capitalistas de principios del siglo XX, que protagonizarán la carnicería de la primera guerra mundial. La subordinación semi-colonial de China había quedado bastante clara unos años antes del establecimiento de la república, cuando un ejército de 40.000 personas conformado por Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, Austria-Hungría, Rusia, Estados Unidos y Japón, al mando del mariscal alemán Alfred Graf von Waldersee, intervino para aplastar la rebelión de los boxers (1898-1901), que se habían ilusionado equivocadamente con el apoyo extranjero para terminar con el dinastía Qing, servil a las potencias. Sun Yat-sen recelaría de todo compromiso con las potencias capitalistas centrales y pregonaría un intenso patriotismo que marcará a China hasta hoy.
Fue después de la derrota de los boxers cuando la figura de Sun Yat-sen comenzaría a liderar el movimiento republicano que finalmente se cristaliza en la República de 1912. Ese mismo año, frente a su debilidad política que le implicó ceder el mando a Yuan She-kai, conformó el partido “nacional popular” —el Kuomintang— desde el cual organizó políticamente una alianza entre la burguesía nacional, el campesinado y el movimiento obrero para construir una nación “próspera, poderosa y libre” bajo los principios del nacionalismo y la unidad del pueblo, la república y el bienestar social.
Pero con la muerte en 1925 de Sun Yat-sen y la conducción de Chiang Kai-shek el escenario político cambió. Así como la alianza entre la URSS y el Kuomintang frente al imperialismo japonés fue clave para el rápido desarrollo del PCCH como parte de la alianza nacional-popular, el giro conservador y derechista del Kuomintang a partir de Chiang Kai-shek preparó el terreno para el protagonismo del PCCH en las masas trabajadoras y campesinas. La campaña anticomunista del Kuomintang, que deriva en la masacre de Shanghái en 1927, donde son asesinados 5000 militantes, da inicio a la guerra civil que se resolverá con el triunfo del PCCH conducido por Mao en 1949.
El comunismo chino maoísta, adaptado a su realidad social campesina y sus tradiciones populares, y alejado de todo dogmatismo, demostraría tener la capacidad para llevar adelante los objetivos y consignas de Sun Yat-sen, frente al estrepitoso desastre causado por la invasión japonesa y la evidente debilidad del Kuomintang conducido por Chiang Kai-she. El marxismo interpretado en función de la realidad nacional de una hiper-colonia rural, la guerra popular prolongada que forjó al ejército de liberación nacional y la alianza de clases bajo una dirección política con gran capacidad permitió reconstruir la soberanía y el poder estatal de China. El siglo de las “revoluciones nacionales burguesas” ya había pasado para las periferias y semi-periferias del sistema, era la “hora de los pueblos”.
Lo anterior también explica la centralidad de la figura de Sun Yat-sen a partir del liderazgo de Deng Xiaoping desde 1978 y sus reformas de mercado —que no deben confundirse con las reformas del Consenso de Washington como insiste el relato neoliberal. Especialmente porque estas reformas significaron, entre otras cuestiones, reconstruir los acuerdos con la burguesía china de la diáspora post-revolucionaria, pero bajo el liderazgo del PCCh protagonizado por obreros y sobre todo campesinos, que aún en la actualidad tiene la mayor representación en el partido (28%). El nacionalismo popular anti-imperialista y republicano de Sun Yat-sen, con importantes lazos con el comunismo soviético e impulsor del frente político junto al PCCh, contrasta con el nacionalismo conservador anticomunista de Chiang Kai-shek, propenso a los acuerdos con las potencias extranjeras y quien constituye la figura histórica central del régimen político fundado en Taiwán, luego de la derrota que sufrió el Kuomintang en 1949.
“O nos apuramos o nos liberarán los chinos…”
Juan Domingo Perón fue uno de los que interpretó con mayor claridad desde América Latina lo que expresaba el acontecimiento histórico de la revolución china. Tanto su formación en geopolítica y estrategia, como su práctica, le permitió entender las implicancias del despertar de ese “gigante dormido” que, como advirtió Napoleón desde la cima del auge occidental decimonónico, era mejor dejarlo dormir porque de lo contrario el mundo se sacudiría.
El 14 de marzo de 1965 Perón escribe en una muy citada carta a Osvaldo Maurín, en donde destaca que el problema central del mundo contemporáneo era la liberación nacional en el Tercer Mundo y, evidentemente, China protagonizaba este movimiento que tenía una natural equivalencia con la propuesta de la Tercera Posición. Eran los tiempos del despertar del Tercer Mundo, la descolonización, el Movimiento de No Alineados y la Conferencia de Bandung —que luego se recategorizaría como Sur Global. En la carta de Perón resalta este famoso párrafo: “Este mundo occidental, tan mal calificado como ‘mundo libre’, es una descarada simulación de valores inexistentes, un mundo en decadencia, en el que lo único sublime de las virtudes es su enunciado. Los hombrecillos encumbrados que ven el peligro, tiemblan pero no se corrigen. Así vamos marchando hacia el abismo porque otro mundo nuevo, con valores reales, avanza desde Oriente con la intención de tomar el mando de la Historia. O nos liberamos nosotros o nos liberarán los chinos… Ya el problema no es ideológico, como han pretendido hacernos creer”.
Dicho párrafo condensa al menos cuatro ideas claves para pensar y debatir tanto el pasado como el presente. La primera, es el declive y decadencia de Occidente, del llamado “mundo libre” y las “plutocracias occidentales” que hoy refrita sus consignas de la Guerra Fría para justificar las acciones que buscan aplastar a sus adversarios. Pero incluso el propio establishment globalista advierte de los peligros que implica este devenir. El propio editorialista del famoso periódico londinense Financial Times publicaba en 2018 una nota en donde explicaba que “la plutocracia provocó que EE.UU. perdiera sus valores fundamentales”. La segunda es que frente a ese declive y decadencia de las élites occidentales, se produce una emergencia de “oriente”, de las grandes culturas y pueblos de Asia, que traen “un mundo nuevo con valores reales para tomar el mando de la historia”. Algo que hoy es más fuerte que hace 56 años atrás y la Pandemia ha acelerado en todas sus dimensiones e implicancias. Ello también implica para nosotros un debate crucial sobre nuestra propia identidad: somos Occidente como resaltan las élites locales a pesar del rechazo a esta idea en el Norte; quizás somos el extremo Occidente en la fórmula de Alain Rouquié o, en realidad, somos una gran cultura diferente -Latinoamérica, Iberoamérica, indo-afro-américa, Nuestra América, Abya Yala… — que todavía no pudo autoafirmase como tal.
La tercera idea fundamental es en realidad una afirmación pero también un gran interrogante, por ello queda abierta y en puntos suspensivos : ¿podrán los pueblos iberoamericanos liberarse o nos liberarán los chinos…? ¿Qué implicancias tendría esa situación, acaso una neodependecia bajo otras formas? ¿No es eso mismo un oxímoron, ya que toda liberación, necesariamente, parte del propio pueblo y es desde dicha afirmación que puede construir alianzas y aprovechas tendencias históricas? La centralidad, nuevamente, es de lo político, es decir, de cómo se defina la puja entre proyectos en América Latina, a partir de lo cual se establecerá un tipo de relación con el gigante que ha despertado; pero que sin dudas, representa desde esta visión una oportunidad para las tareas de la liberación. Es decir, la idea de la “liberación” como tarea central no está formulada desde un evolucionismo positivista, ni propone una teleología, sino bifurcaciones dentro de un movimiento histórico-espacial (con lo cual tampoco es mero azar el curso de la historia).
La exitosa revolución nacional y social china —pero también la revolución de independencia de la India, la resistencia vietnamita, el despertar del mundo musulmán, la descolonización por la caída de los imperios formales y los procesos de liberación frente a las ataduras informales— implica un determinado sentido del proceso histórico y una transformación estructural del sistema mundo, una nueva forma de la lucha entre lo nuevo y lo viejo en donde en el clivaje espacial se expresan también un conjunto de contradicciones de clase e identitarias que atraviesan los pueblos del Tercer Mundo: oligarquías / pueblos, eurocentrismo (y racismo) / grandes culturas históricas, Gran capital / masas trabajadoras urbanas y rurales, imperialismo / nación, etc.
La cuarta idea clave, es que el “problema no es ideológico”, como hoy en día también se insiste bajo una nueva oleada de retórica anticomunista por parte del “mundo libre”, en donde vuelve a repetirse las antinomias con las que las elites occidentales buscan construir legitimidad para conservar su posición de poder —antinomias que invisibilizan las contradicciones mencionadas. La capacidad prospectiva que se refleja en el párrafo se basa en comprender la centralidad de lo político para captar e interpretar el movimiento contradictorio de lo real, sin lo cual es imposible pensar y analizar el “desarrollo” económico o el ascenso de una formación social en el mapa del poder mundial.
A modo de conclusión…
Así como el despliegue de Estados Unidos como potencia está estrechamente vinculado al resultado de su guerra civil (1861-1865), a la victoria de la burguesía industrial del norte y la derrota de la oligarquía terrateniente del sur —aliada a Gran Bretaña y defensora de la condición semi-colonial de su país, que en ese entonces el 50% de sus exportaciones eran de algodón a la “madre patria”—, tampoco es comprensible el ascenso de China sin analizar su proceso de re-organización nacional y social revolucionaria. Es decir, el desarrollo de un sujeto político-social transformador, con una efectiva organización política cristalizada en el PCCH y la existencia de determinadas condiciones nacionales, regionales y mundiales para cambiar el orden de cosas existentes. Con la particularidad de que ello se hizo en un país con una quinta parte de la población mundial, un territorio de escala continental y que durante 18 siglos de los últimos 20 fue el mayor centro económico mundial. No se trata de establecer juicios moralistas basados en valores liberales occidentales sobre la revolución china y el PCCH. Sería como analizar la revolución francesa de fines de siglo XVIII o la revolución de Inglaterra (1642-1688) por sus excesos de violencia, porque en ambos casos para fundar las repúblicas burguesas mataron a sus respectivos reyes y estuvieron décadas sumergidos en cruentas guerras civiles.
Resulta más interesante analizar el ascenso de China y de Asia Pacífico e Índico como parte de un movimiento sociohistórico más profundo, como una tendencia estructural que comienza en el período de “caos sistémico” de 1914-1945, se fortalece y reconfigura en el período de crisis de 1968-1985 y se acelera en el inicio del siglo XXI cuando se inicia una nueva transición histórico-especial del sistema mundial.
También resulta interesante observar, desde esta perspectiva, el devenir de la región y su declive periférico desde los años 70’, que contrasta con el recorrido chino y de Asia Pacífico, cuando a través de golpes y dictaduras genocidas, se desarticulan las fuerzas nacionales y se obtura la resolución virtuosa de los cuellos de botella modelos de sustitución de importaciones, para re-imponer el proyecto financiero primario exportador en la “hipercolonia” latinoamericana.
Por último, también puede servir para pensar en cómo resolvemos el trilema en el que estamos: 1) avanzar en una mayor periferialización regional atados y subordinados en términos políticos-estratégicos a un polo de poder y a un mundo en crisis y declive; 2) ir hacia una neodependencia económica con China, combinada con una subordinación estratégica al establishment occidental (con sus distintas fracciones en pugna), para garantizar el “desarrollo del subdesarrollo” en la fórmula de André Gunder Frank, es decir, otorgar alguna viabilidad a los proyectos de factorías primario exportadoras de los viejos grupos dominantes; 3) aprovechar el escenario de crisis mundial y multipolaridad relativa, aprovechar las implicancias del ascenso de China y las profundas transformaciones del sistema mundial —en donde aumentan las presiones por democratizar la riqueza y el poder— para resolver las tareas de la segunda independencia. Una enseñanza es que copiar modelos no sirve. Ni los occidentales ni los asiáticos. Como decía Simón Rodríguez, “o inventamos o erramos”.
Sobre el autor: Gabriel Merino es Docente en la Universidad Nacional de La Plata e investigador del CONICET.